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ISSN 1989-4163

NUMERO 03 - JUNIO 2009

 

De Cómo Franco Decidió no Volver nunca a Villamora

Juan Luis Calbarro

Franco había venido por Villamora en los años cuarenta. Era la tarde de un 15 de enero. Invitado a una montería en la sierra por un grupo de terratenientes y dirigentes locales de Falange, la visita a la capital de la provincia incluía el edificio que hoy alberga la Delegación de Trabajo, entonces sede del Movimiento Nacional. Las autoridades habían organizado una manifestación espontánea de adhesión al Caudillo frente al edificio. Súbitamente, mientras Franco era agasajado en el interior de la sede, se puso a nevar. Los espontáneos ciudadanos de Villamora estaban certificando en verdad la inquebrantabilidad de su adhesión. Alzados los cuellos de las chaquetas de hechuras antiguas y de los raídos gabanes, soportaban estoicamente el temporal mientras los camisas viejas terminaban con los canapés que el frugal general dejaba en las bandejas. Hubo alguna defección, pero lo más representativo de la ciudadanía permaneció allí, calándose en honor del Invicto.
Por fin salió. A la vista del uniformado, los más adeptos y los más tiralevitas empezaron a desgranar sus vítores más encendidos. A la izquierda del general, el orondo Jefe Local del Movimiento se inclinaba hacia su oído y reconocía que las autoridades habían juzgado cualquier homenaje oficial inconveniente a la modestia natural de Su Excelencia, pero con contenido júbilo proclamaba que ahí estaba el pueblo villamorano para rendírselo espontáneamente. Franco sonreía con comedimiento y ejecutaba de vez en vez, cuando arreciaban los vivas y los arribas, un breve saludo a la romana. La multitud lo aclamaba ya con gran ardor, el necesario para, al menos, combatir el frío húmedo que traspasaba la ropa interior, en búsqueda de los huesos, su habitual objetivo. Entonces sucedió.
Franco dio unos pasos en dirección al coche oficial que lo esperaba al pie de la escalinata. Saludó al pueblo. Éste vitoreó con más fuerza, si cabía. Inició el descenso de los escalones cara a la multitud, repartiendo benéficas sonrisas. El Jefe del Movimiento seguía al líder a unos pasos. Un chófer abría ya la portezuela del Mercedes Benz negro. Franco seguía saludando y bajando escalones. Con sus botas siempre lustrosas y su pasito corto. Había una capa de hielo casi invisible. Resbaló.
El silencio que siguió al costalazo fue incalificable. En él se conjugaban muchos ingredientes, y el miedo era posiblemente el más intenso de ellos. Todos temieron por la integridad del general durante los segundos que su cuerpecillo quedó tendido al pie de la escalinata. Su asistente y el Jefe Local se abalanzaron sobre quien en Salamanca, años atrás y sin siquiera una prudente consulta a Plauto, había sido proclamado miles gloriosus. Cuando Franco empezaba a emitir vagas muestras de estar vivo y entero, el Jefe Local resbaló a su vez y cayó de bruces sobre él. El Jefe Local pesaba unas tres veces más que el Caudillo. Se rompió el silencio: la excesiva comicidad de la escena pudo con el miedo a la represalia y desde las últimas filas de la multitud espontánea emergieron las primeras risitas. La risa les retozaba en el cuerpo a todos, y algunos no pudieron reprimirla por más tiempo. Se les escapó. Las primeras carcajadas, contenidas, tuvieron el efecto de estimular las de los demás, y en pocos segundos la rechifla se desbordó. El Jefe Local, incorporado y medroso, tironeaba sin demasiada energía del brazo del Caudillo, que, sentado, se llevaba la mano libre alternativamente a la boca y al costado, como doliéndose de los principales golpes recibidos. Alguno de los inquebrantables tuvo la desafortunada idea de animar al Generalísimo con un par de vítores vibrantes y gritó: “¡Viva Franco!, ¡Arriba España!”, y alguien de las últimas filas (sin duda algún rojo infiltrado) improvisó: “¡Arriba, Franco!”, y un desafinado coro, olvidado el frío cortante, respondió con desordenadas voces de “¡Arriba, Franco!”. La algazara superó con mucho la capacidad de reacción de los falangistas locales que, pelo engominado y rodillas temblorosas, no sabían si desenfundar las pistolas y empezar a pegar tiros delante de Su Excelencia o entrar en el edificio y hacer como si no hubiesen visto nada; finalmente optaron por lo último. Mientras, el general se sacudía con fastidio los tirones del Jefe Local y los vítores ensordecían la plaza, entremezclándose las variantes conforme el público iba olvidando la gravedad de lo que sucedía: el sarcástico “¡Arriba, Franco!” convivía con un tosco “¡Arriba, cabronazo!” y un “¡A ver si te desnucas de una puta vez!” seguramente incompasivo.
Cuando el Caudillo, con la ayuda de su asistente, pudo por fin erguir su menuda figura y cumplir así el deseo expresado por los manifestantes, éstos prorrumpieron en desternillada ovación y pudieron calibrar la fulminante mirada que el Caudillo dirigió al Jefe Local antes de sacudirse por unos malhumorados instantes la nieve, que se le había adherido casi inquebrantablemente al uniforme caqui, y entrar en el Mercedes Benz negro sin aguardar más despedida. El Jefe Local contempló la arrancada del vehículo, consideró por un momento la posibilidad de ser defenestrado en breve y, parsimoniosamente, volvió la cara a la multitud con la mano apoyada en la pistolera. Los espontáneos fueron apagando sus risas en vista de la actitud del grueso falangista: muy serio, previsiblemente enfurecido. Cuando el eco de las últimas carcajadas aún rebotaba en los edificios cercanos, al Jefe Local le reventó la risa entre espasmos no se supo si histéricos. La multitud renovó el jolgorio y se fue dispersando poco a poco. Esa noche hubo risas y luces encendidas hasta tarde por todos los barrios de Villamora. Franco no había de volver nunca.

Juan Luis Calbarro
Foto Txema Madoz

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